Empezamos la cuarentena con menos de 1000 camas de cuidados intensivos. El presidente y sus autoridades se apuraron a decir que la culpa era de los gobiernos anteriores.
Pero luego en casi 5 meses, el gobierno tampoco pudo implementar ni siquiera 3000 camas; no pudo apurar las cosas y solucionar el problema, al menos en parte y teniendo mucho dinero ahorrado. Entonces analistas y políticos le echaron la culpa al gobierno, al ministro, y al sistema de contrataciones y compras del estado.
Luego, aunque ya lo sabíamos, entendimos lo grave que es tener un país tan informal. Es decir, un país en el que la gente tiene que vivir día a día, saliendo a la calle a vender cosas, sin empresa, sin boletas, sin planilla, sin contrato, para luego volver a su pequeña casa, de una sola habitación, con 5 o 6 personas, sin refrigeradora, internet o agua. Y entonces le echamos la culpa a los informales o a la informalidad.
Le echamos la culpa a los empresarios por cobrar en las clínicas, por cobrar en los colegios, o simplemente por ser empresarios (había algunos que merecían ser criticados), metiendo a todos en el mismo saco; como si la pobreza de los demás fuera su culpa. Vivimos en un país en el que nadie quiere que los demás sean ricos, solo queremos que los demás tengan menos que nosotros.
Y entonces, ahora el Congreso le echa la culpa al presidente por no elegir un gabinete que le guste a los congresistas, como si esa fuera la idea de un gabinete. Y el presidente le vuelve a echar la culpa a los congresistas, como si ellos tuvieran algo que ver con la ejecución del presupuesto, la burocracia, y tantos funcionarios que no hacen nada para salvar vidas ni para ayudar a quienes quieren trabajar, vender, comprar, de manera formal.
La pregunta, entonces, no es de quién es la culpa. Todos somos un poco culpables. La pregunta es cuándo aceptaremos todos la parte de responsabilidad que nos toca y cambiaremos de actitud. Porque la aceptación de nuestra responsabilidad es lo único que nos llevará a mejorar como país.
Un ciudadano que se escapa de la ley, no quiere pagar impuestos, le roba a los demás, coimea a las autoridades, es culpable por lo que hace y si no deja de actuar así, será una carga para los demás. Tiene que cambiar porque a la larga él también perderá.
Un político o funcionario del estado que no hace nada valioso pero gana un sueldo bien rico todos los meses, es culpable por estar ahí sin generar valor. Y lo primero que debería hacer es -desde su lugar- buscar que los ciudadanos tengan más oportunidades de trabajo, de tener ingresos, de hacer empresa.
Un empresario que no hace todo lo posible por ser solidario, porque sus clientes tengan el mejor servicio, los mejores beneficios (sea un empresario de clínicas, bancos, colegios, bodegas, o restaurantes) es también culpable por no preocuparse por los demás, por no involucrarse en el futuro del país, y en la vida de los que mas necesitan.
Pero aún si todos aceptáramos nuestra parte de la culpa, tenemos que saber algo muy importante: hay alguien que quiere que este concierto de odio continúe. ¿Quién gana con esta fiesta de culpas que se lanzan de un lado a otro? Ganan los anti-empresa llenos de ambición y odio, que miran desde la tribuna prometiendo un paraíso en el que el estado controla todo, en el que el pobre dejará de serlo cuando le quiten el dinero a los que no son pobres. Ganan esos que se llaman socialistas, que dicen que los ricos son malos y que culpan al libre mercado; esos son los primeros en ganar.
Pero ellos no trabajan por el país, solo esperan su momento para tomar el poder y volver a hacer lo que ya se intentó en varios países y siempre fracasó, construir un país en el que le roban a los que producen para darle a los que no producen y terminan todos mas pobres. Sí, Venezuela es un ejemplo.
No dejemos que el odio nos consuma. Aceptemos nuestra responsabilidad cuando toque, especialmente deberían hacerlo políticos, autoridades y funcionarios públicos. Y luego trabajemos juntos por un país en paz, más justo, con más oportunidades de trabajar y emprender, con mas libertad para ser felices, sin miedo y con confianza en las instituciones y en los demás.