Tras un amague de moderación en esta segunda vuelta, Pedro Castillo volvió a su postura radical, con la que ganó el primer round, que implica una amenaza al orden constitucional y democrático del país, porque pretende estatizar “sectores estratégicos” de la economía, avasallar instituciones autónomas y regular medios de comunicación, entre otras medidas.
Pero esconde esas pretensiones con un discurso que apela al «pueblo» como el centro de sus decisiones. Cuando le preguntan si ratifica o no medidas inviables o abiertamente inconstitucionales, o cuando su falta de respuestas queda en evidencia, repite como un mantra: “Haré lo que el pueblo me diga” o “seré respetuoso de la voluntad del pueblo” y también “no vamos a hacer nada que el pueblo no quiera”.
Por ejemplo, cuando le hacen notar que un presidente no tiene la facultad de llamar a “una asamblea nacional constituyente”, como pretende, señala: “Lo primero que tenemos que hacer es convocar a un referéndum nacional, si el pueblo te dice vamos a revisar los contratos, lo haremos, pondremos una nueva Constitución”.
¿Cómo funciona el discurso?
Castillo, como otros populistas, de izquierda o derecha, toman una parte de la población y la vuelven el enemigo a derrotar. Por lo general es una “élite corrupta”, la “oligarquía”, los empresarios locales, la inversión extranjera, etc., y la enfrenta con el “pueblo” que es bueno y humilde y víctima de ese grupo al que hay que quitarle el poder.
Con esta dicotomía, el populista pretende insertar odio y división en la sociedad, entre “buenos” y “malos”, “pobres” y “ricos”, para evitar que luego se le cuestione y le pasen por alto sus errores, atropellos o abusos, porque dirá que todo lo hace en nombre del “pueblo”.
En un contexto de crisis y polarización, marcado por un fuerte descontento social, ese discurso de Castillo ha calado en amplios sectores del Perú, desatendidos por un Estado indolente e ineficiente, sobre todo en zonas rurales. Su slogan de campaña –“No más pobres en un país rico”– apunta en ese sentido. “Cuando a las diferencias políticas se suman diferencias de clase, raza, idioma o lugar en que se vive, estas se hacen más intensas”, sostiene el politólogo Rodrigo Barrenecha, de la Northwestern University.
Pero el riesgo es que ahí donde triunfa el populismo, se suele instaurar un régimen autoritario. Pasó en el Perú con Alberto Fujimori; en Venezuela, con Hugo Chávez; en Ecuador, con Rafael Correo; y en Bolivia, con Evo Morales. Todos ellos llegaron al poder en medio de crisis políticas, polarizaron sus países, lo dividieron y luego concentraron el poder, con maniobras antidemocráticas, avasallaron derechos y recortaron libertades.
Para cerrar el círculo vicioso, todo programa populista, sobre todo en países con recursos naturales, contempla “redistribuir” las riquezas para satisfacer ciertas necesidades de la gente. Esto será usado como propaganda política para su líder. Eso ayudó a Chávez, Morales y Correa en su momento. Multiplicaron el gasto público, el empleo estatal, las dádivas y los subsidios.
«No más pobres en un país rico», repite Pedro Castillo. Es un libreto parecido. Por eso habla de “recuperar” los recursos naturales para el “pueblo”, de estatizar sectores estratégicos y de intervenir la economía. Pero es un modelo que se agota, tarde o temprano, porque los recursos no son infinitos y el dinero no crece en los árboles. El ejemplo más claro en la región es Venezuela; Bolivia ya está sufriendo los estragos del régimen de Morales y Argentina padece las consecuencias del Kirchnerismo.
De ganar, el candidato de Perú Libre recibirá un país devastado, en lo económico y social, sin un plan claro ni una estrategia para enfrentar la crisis, tendrá muy poco margen de maniobra en un Congreso fragmentado. Y no tiene la habilidad política para capear los temporales como lo hicieron en su momento Chávez, Correa y Morales. “(Castillo) podría verse rápidamente sobrepasado por las expectativas que generaría su elección. Una baja popularidad lo haría presa de opositores y de una posible vacancia”, apunta Barrenechea.